La Vie en Merde (Capítulo I)

"Sonrisas y lágrimas".

Aprovechándome negligentemente del título de la famosa película de Robert Wise, esto es lo que debes esperar de la siguiente obra, o como mejor lo entiendo, alegato a la realidad: lágrimas por la crueldad que refleja, sonrisas por los kilógramos de “maquillaje” que su autor le da a base de “absurdeces” (generalmente, de carácter eyaculatorio, como podrán comprobar los valientes que prosigan con la lectura), para como es comúnmente dicho, “quitarle hierro al asunto”.

Debo aclarar que mi primera intención era la de incluir imágenes en tono de humor, como viene siendo tónica habitual en este, mi blog. Nuestro blog. Pero las últimas cinco líneas del último capítulo me han hecho decidir que sea usted, el nunca asiduo ni firmante lector, el que cree su propio cuadro a partir de lo experimentado.

Para mí, es una fotografía. Una fotografía que me resulta muy familiar. ¿Y para ti?.

Dada la longitud del texto, he decidido dividirlo en cinco capítulos, para que puedan saborearlos cuándo y cómo lo deseen, pero no se asusten: el primero de ellos es el más extenso (hoy en día la lectura no se destila como buena costumbre).

Aquí les dejo con la que seguramente será la obra de mayor calidad y sobriedad que pasará entre la maraña de gilipolleces que conforma “PepaBorraxa”. Sin más preámbulos ni dilación, espero que no se sientan especialmente identificados con “La Vie en Merde”:


Y sacando el aparatoso “zippo” prendió la mecha cilíndrica, alquitranada y aromática que previamente, con aires de falsa seguridad en sí mismo y altanería, sacóse del arrugado paquete que albergaba el bolsillo interior de una blazier arrugada, desfasada y con alguna que otra mancha. El vivo reflejo, en este caso textil, de su alma.

Era primavera y el clima se había divorciado del helor que semanas antes le había amado de forma diligente, especialmente en las grises mañanas y en los encapotados crepúsculos. Y la decisión parecía firme a juzgar por los brazos, los hombros, los escotes e incluso las pantorrillas que rodeaban a ese misterioso joven que, resistiéndose a asumir la realidad, parecía regocijarse en los sudores que le provocaba su invernal atuendo.

Quizá por ello estaba, como casi siempre, solo en la terraza. El sol le impactaba de lleno en su vampírica faz. Le molestaba, pero era incapaz de apelar al sentido práctico que hubiera llevado a cualquier ser social a colocarse las horrendas - pero a su gusto inmejorables- gafas de sol que colgaban del bolsillo delantero de su camisa. Angosta y abrupta en su apariencia, sin corte definido. Como su portador, de nuevo.

A su alrededor se sucedían cotidianas escenas, que le eran tan familiares como indiferentes. Las caricias de dos enamorados, la tranquilidad del anciano frente a su carajillo y su periódico, las risas de unas gacelas de su misma edad que de vez en cuando le miraban de soslayo, para volver a estallar en carcajadas… Nada le importaba.

Estaba demasiado ocupado pensando que su vida era una basura. Y quizá su pesimismo, esa enfermedad del espíritu como sabiamente apuntara algún escritor al que adjudicaron la ocurrente ocurrencia por el mero hecho de ser quien es (o fue), era a la vez su dicha y su desgracia. Porque parecía disfrutar, cual gorrino en el lodo, con cada infortunio que se adhería a la montaña de malaventuranzas que teñían su vida de color gris ocre.

Por supuesto, el encorvado joven tenía amigos. Amigos que le tendían la mano movidos por un altruismo que ni ellos mismos comprenderían jamás. Los mismos que se descojonaban, juntos, de los problemas que les contara separadamente. Unas amistades que se sustentan en el frágil pilar de la compasión; en la carcomida columna del remordimiento o la generosidad “cristiana”. Quién sabe. Lo cierto es que, como todo lo que vaga por su vida, una vida que intenta hacerle comprender y aprender de cuando en cuando, la amistad parecía importarle un carajo. Ellos y sus opiniones. Todo lo que confrontaba con su simplista y abnegada existencia le parecía nocivo, indigno de consideración. Cervantinamente, se lo pasaba por el forro. Y seguía adelante con algo que ni siquiera era susceptible de denominarse vida, sino un ciclo que se repetía una, y otra, y otra vez… Que le llevaba directamente al espejo que, como cada mañana, parecía hacerle partícipe de su propia miseria.

Habían transcurrido poco más de noventa minutos desde aquél cigarrillo. El sol brillaba con fuerza a media altura en el horizonte de asfalto, y lo propio hacía su frente sudada, manantial que regaba su cara y formaba un transpirante paisaje. En el momento en que se dispuso a levantar el brazo para pedir la minuta, su teléfono móvil empezó a sonar.

Lo estruendoso de su “sonitono”, que emulaba una canción de grupos alternativos y marginales que sólo alguien con esta última característica podría conocer, le obligó a buscarlo con premura y desatino; al bajar bruscamente el brazo con el que intentaba infructuosamente que algún camarero le prestara la más mínima atención golpeó a uno de ellos, justo en ese punto de una bandeja atestada de tazas llenas y vacías, de vasos con hielos y restos de saliva y carmín, y bocadillos a medio comer, en el que el más liviano impacto puede provocar el desastre.

Así pues, él solo propició la precipitación de toda la vajilla mencionada. Un bodegón de vasos rotos, cristales que saltaron cortando incluso a una bella señorita que cometió el error de sentarse en la mesa contigua a la de semejante patán, bocadillos que se partieron en dos, destapando el tarro de las esencias de la fritanga y el atún escabechado, cafés maridando con las viandas…

Pero lejos de pedir disculpas, nuestro ególatra personaje se escudó en su celular, pues una llamada después de tres meses sin recibir nada más que mensajes publicitarios de su operador era sin duda la gran noticia del día y, posiblemente, del segmento más reciente de su vida.

Mientras servicio y clientela maldecían sobre él, el desastre que había causado y su olor corporal, comenzó una estandarizada conversación en la que un reconocido despacho de abogados le proponía concertar una entrevista para, quizás, ofrecerle un trabajo. Se encontraba abrumado ante tamaña propuesta. Ante él se abría una puerta de salida del averno que moraba, que le ennegrecía el alma. Quizás un trabajo, algo en lo que ocupar su tiempo, que intercambiase compañeros de trabajo activos y responsables por sus habituales amigos cantamañanas, era la solución ideal a sus problemas y su patética existencia.

Decidió dar el “sí, quiero” tras una escasa meditación del asunto, y tras recibir el sonido del cuelgue de un teléfono como única respuesta a su “muchas gracias por tenerme en cuenta, es un honor”, guardó su móvil ahora humedecido por el sudor de sus mejillas y patillas, y dejó unas monedas para pagar su consumición, por supuesto sin un céntimo de propina. Era lo mínimo para cualquier persona que hubiera alterado de esa forma la buena marcha de una cafetería céntrica, pero no para él.

Comenzó su andadura rebosante de orgullo y de ilusión, y quizá por ello no reparó en el impacto del escupitajo con el que uno de los camareros, que se encontraba de rodillas recogiendo y limpiando todavía su estropicio, le obsequió, y que impactó en la parte posterior de su rodilla izquierda. El anciano del carajillo, observador analítico y mordaz, asintió ante la escena, rió y seguidamente comenzó a toser con violencia, tras lo cual pidió una infusión de manzanilla para paliar los achaques de esa denigrante etapa que es la vejez.

Había que trazar un plan. Prepararse. La oportunidad de salir del oscuro pozo, la cuerda por la que trepar hacia una vida luminosa y hasta feliz era lo único que era capaz de visualizar. Decidió que era hora de desempolvar el traje de su padre –pues era demasiado rácano como para comprar uno propio-, antaño a la moda, hoy día desfasado como una canción de Juanito Valderrama. De corte tosco, color gris impersonal, y planchado amoral.

Al enfundárselo, la caída del mismo destacaba más aun si cabe sus carencias físicas: las hombreras rebosaban por sus costados, pues su espalda era estrecha y sus hombros soportaban el peso de sus desgracias; su delgadez, incompresible dado lo irregular y dantesco de la dieta que “seguía”, provocaba un efecto de desnutrición que distaba mucho de lo que, a unos pocos cientos de metros de su habitación, se esperaba de él. En su futuro despacho.

La cita era a las cuatro postmeridiano, y después de comer y asearse, se dirigió paseando hacia la entrevista más importante de su vida. Una entrevista con su futuro y consigo mismo. A decir verdad, pese a lo indescriptible de su aspecto, el joven lucía aseado. Se había rasurado bigote y barba, el pelo resplandecía engominado, y la colonia barata y la loción aftershave ocultaban no sin dificultades el olor corporal, pues de entre todo esto olvidó aplicarse un buen desodorante.

Entró, previo suspiro y refriegue de manos, atravesando un portón y siguiendo el gesto con el que el portero, que apenas levantó la vista de la prensa que ojeaba con aire distraído, le indicaba la localización del sofisticado ascensor. La puerta hacia el cielo, pensó.

Minutos más tarde se vio a sí mismo en una aseada y bien decorada sala de espera, contemplando los dudosamente naturales atributos de una joven secretaria que le atendió amablemente, no sin dejar entrever una mueca de decepción. Quizá esperaba que el aspirante al puesto de abogado fuera un atractivo pipiolo que la sacara de su miserable trabajo y la llevara de vacaciones sempiternas a las Bahamas. Nada más lejos de la realidad.

Sufrió, entre los nervios y las carencias sexuales, una erección que se hizo más patente de lo normal, pues el traje era holgado y su sexo tomó forma enseguida.

En ese preciso momento la muchacha entró y le indicó con una sensual sonrisa, ensayada durante horas y semanas en el espejo de su indecente apartamento de barrio, que uno de los socios le recibiría sin dilación; y al preguntarle si deseaba que le guardase la chaqueta y éste acceder, sintió las suaves manos de la secretaria recorrer sus huesudos hombros. Y ese mero contacto le hizo encogerse unos segundos.

Había eyaculado.

Empezamos bien, se dijo con cara de apuro y tez blanquecina. Atravesó el umbral con rapidez, la mancha todavía no había cuajado. Y se sentó en un cómodo sillón, estratégicamente más bajo que la silla desproporcionada que encontró detrás de una elegante mesa de cerezo, y que le daba la espalda.


Continúa en el II capítulo...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La verdadera lectura es aquélla que realiza quien consigue captar la esencia de la historia que sus ojos escudriñan.

Me pregunto yo, autor todavía no identificado de este relato...Cuál es la moraleja que, a vuestro juicio, contiene la historia??? Dónde reside la verdadera esencia del mensaje que intento transmitir??

Animaos!!

Dani dijo...

Se te va la pinza primo... demasiada abutarda y pantera rosa...