La Vie en Merde (Capítulo II)

Balbució el desgarbado joven un “buenas tardes”, la silla comenzó a girar sobre sí misma lenta y misteriosamente, un hombre maduro, con traje impecable y sin duda hecho a medida, piel morena, cuerpo en forma y rostro adusto, le atravesó con una mirada fría y analizante. Se notaba en sus ojos la veteranía y la experiencia en el trato con personas de todo tipo...


...defraudadores, delincuentes de toda índole, y personas víctimas de la injusticia o de sus propias miserias. Se percibía un halo a su alrededor, de fortaleza no sólo física sino espiritual. Un alma a medio camino entre la proximidad y la negrura. Un abogado de los de toda la vida, de la vieja escuela; de los que no sonríen ni felacionan al prójimo a no ser que sea el último de sus recursos.

El joven sintióse intimidado ante semejante carisma. Se inició entonces una conversación acerca de los méritos académicos de éste, de sus sueños de futuro y las expectativas que tenía depositadas en su vida laboral, y otros extremos tan aburridos como inútiles de enumerar. Mientras tanto, en su entrepierna se apelmazó una oscura mancha que le produjo incomodidad, pero aun ante la adversidad cumplió como cualquier otro candidato y ello, unido a su desvalida figura, despertó en el rocoso abogado una compasión parecida a la que despertaba en sus amigos.

Gracias al cielo, la entrevista terminó con la rúbrica de ambos interlocutores sobre un contrato de pruebas. El objetivo estaba cumplido. Un apretón de manos, un “empiezas mañana a las 9”, una mirada que lo dijo todo acerca de la indumentaria del chico, y un papel firmado que, además de para certificar la relación de esclavitud que estaba a punto de dar comienzo, sirvió para ocultar disimuladamente la mancha pecaminosa que lucían sus pantalones.

A partir de aquella tarde, su vida anodina se vería devorada por una feroz rutina. La rutina de la rutina. Pasó meses con sus días y sus noches trabajando, elaborando informes que otros firmaban y gracias a los cuales se colgaban las medallas, mientras él percibía una propinilla por su labor. Como la que negaba a los camareros que cada día, en el mismo sitio y con idéntica mala cara, le servían su cortado. Llamaba con su propio teléfono a los clientes, gastaba su dinero en gasoil para realizar visitas con su propio vehículo, y aun tenía que soportar el ver cómo sus compañeros y sus jefes compartían copiosas comidas de empresa que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, a cuenta del despacho, de su trabajo, de su sueldo. Y él en su cubil, trabajando. Esclavizado.

Al terminar su período de pruebas, le ofrecieron ser trasladado al departamento de documentación y archivos, pero con un puesto fijo y un sueldo si cabe inferior. Las experiencias vividas le habían dotado del suficiente sentido común y crítico como para rechazar semejante inmundicia, por lo que decidió prescindir de su trabajo.

Es curioso comprobar cómo las personas somos capaces de soportar pesos y responsabilidades con la absurda fe en un cambio a mejor, con la creencia de que sudar la camiseta – algo que el joven hacía con asiduidad, trabajase o no – servirá para progresar, para conseguir el anhelado ascenso.

Inocente él y todos aquéllos que piensen que los de arriba compartirán su gran pastel con los que vengan por detrás; el egoísmo es connatural al jefe, del mismo modo que el miedo – disfrazado de respeto – al empleado. De ahí que se produzcan tantas injusticias y la confirmación de esa acertada máxima según la cual aquél que no tenga padrino nunca llegará a bautizarse. Nuestro amigo no tenía padrinos y pronto comprendió que jamás llegaría a cumplir su sueño de bolsillos abultados y mansiones en Campolivar en esa galera disfrazada de corporación elitista y “cool”.

Fuera de su endémico y recién abandonado entorno, volvió durante unas semanas a perder minutos, horas y días. Deambulaba solitario siendo su único amigo el reflejo de su sombra, y eso sólo cuando el día se desperezaba soleado.

Ocurrió una tarde cálida mecida por suaves brisas de levante, que invitaba a caminar sin rumbo. Amante de tan estéril costumbre, anduvo por los bulevares de esa ciudad que día a día parecía ignorarle con mayor notoriedad. De pronto, el aroma de un perfume que le era familiar, una voz igualmente recordada, un sonido de bolsas de plástico y acto seguido, una naranja que rodando se detuvo en su pie. El chico se giró ante el evidente estropicio, en un acto de atención inusual. Quizás estuviese escrito que tenía que ser así, pues sus ojos contemplaron a la bella secretaria de su anterior amo agachada, maldiciendo y recogiendo botes, frutas y demás artículos de supermercado que yacían a su alrededor tras rompérsele la bolsa en la que los transportaba.

Hablaba aparatosamente por su celular cuando, al extender su mano para recoger una manzana, en una alegórica situación bíblica, su “Adán” tomó dicha fruta y la depositó junto al montón. Con gestos le indicó que no se preocupase, y la joven sonrió complacida mientras se despedía por teléfono.


Continúa en el III capítulo...

No hay comentarios: