La Vie en Merde (Capítulo III)

Nuestro desgraciado protagonista, ante la cercanía del supermercado del que había salido segundos antes su antigua compañera, apareció de nuevo con algunas bolsas de plástico e introdujo en ellas, con esmero, todo lo que había amontonado. La joven, que ya había terminado de hablar por teléfono, le ayudó y dio las gracias por el detalle.


Como puede apreciarse, el chico parecía hacer cosas por los demás únicamente si podía sacar algo a cambio. Tal era su usurera naturaleza. De este modo, si en el trabajo aguantó estoicamente la injusticia a la que fue sometido a cambio de dinero, en este caso esperaba una compensación de índole obvia.

La muchacha se confesó contenta por volverle a ver, y tras la invitación del joven a acompañarla cargando sus bolsas, se inició un paseo marcado por las cortas respuestas de éste a las típicas preguntas de aquélla, que por lo demás destilaba hipocresía cuando fingía estar interesada en tan trágica e insulsa vida. Al llegar a su casa, se despidieron amistosamente después de intercambiar teléfonos y direcciones de correo electrónico.

El día agonizaba en un dulce ocaso que se convirtió en noche cerrada mientras el encorvado joven llegaba a casa luciendo una sutil sonrisa… La primera en mucho tiempo.

Ocurrió que, a los pocos días de conversaciones vía internet y algún que otro mensaje, la indiferencia inicial de la joven hacia nuestro amigo derivó en una creciente complicidad. Abordando temas como la explotación que habían sufrido o estaban sufriendo, la trama de alguna serie de moda, o la deprimente vida de nuestro protagonista, la confianza entre éste y la chica fue desarrollándose. Parecía que, como ya sucediera con su jefe, ésta se viera atraída por una suerte de compasión, de empatía hacia tan trágico personaje. Cada desgracia, anhelo o sueño quebrado que le era narrado potenciaba ese sentido de “madres” que tiene la mayoría de mujeres. Le gustaba ser el hombro en el que el chico se desahogase, y la pócima consistente en la dación de lástima y las fotos alarmantemente trucadas de aquél – que no tenía reparos en exhibir, consciente por un lado del engaño al que sometía a las personas y, por otro, de sus propias limitaciones como macho humano – surtió el efecto deseado.

La primera cita con una mujer era inminente; tras una eyaculación que nunca pudo explicar y mucho menos confesar a su amada, aceptó la invitación de la joven.

Repetirían el agradable paseo y quizá cenasen algo ligero por ahí. Era la primera vez que una chica le citaba para otra cosa que no fuera pedirle apuntes, o soportar sus insoportables vivencias…

Fue el primero de bastantes más encuentros. Las sonrisas, que cada vez se dibujaban más en el feo rostro de nuestro amigo, dieron paso a alguna caricia inocente, a un arrumaco amistoso; luego, se cogieron de la mano; unas citas más tarde, las miradas, los silencios incómodos, la indecisión. Onanismos con una única protagonista. El primer beso, el segundo y el centésimo… Las noches juntos y los amaneceres que las sucedían… El mismo techo. Su vida, aliñada con el dulzor del amor, había cambiado de un color gris ocre a un color rojo grisáceo. Así viviría su primera - y única- relación.

Maldita y ponzoñosa, como casi todas las relaciones…

Tras algunos años dedicados a la preparación de una oposición, consiguió -no sin previas decepciones en forma de suspenso- una plaza como técnico en el Ayuntamiento de su ciudad. No era gran cosa, y sin duda por su inteligencia latente y su preparación académica merecía algo mejor que un ínfimo sueldo y una responsabilidad equiparable a la de un bedel de instituto. Pero en tiempos difíciles, y avergonzado por la lacra que supone ser el mantenido de tu pareja durante años, nuestro fiel amigo no dudó ni un segundo en aceptar el mencionado puesto.

En este período compartía piso de forma permanente con su chica, cada día más mujer, cada día más madura y exitosa. Había logrado una mejora salarial en el despacho que antaño le explotaba, y algunas atribuciones más que llenaban su agenda y engordaban su ego femenino. Esto hacía sentirse mal al lamentable joven, que lejos de progresar, veía como el inexorable paso del tiempo le obsequiaba con una fina calvicie que conquistaba con ahínco su coronilla y una curvatura vertebral, si cabe, más pronunciada que la que “lucía” en años más verdes.

Fruto de esta degradación existencial, la llama que existió entre la pareja que nos ocupa apenas rutilaba ya, la comunicación se nutría tan sólo de monosílabos y extraños rebuznos y bufidos que manifestaban aquiescencia o rechazo, y las sonrisas daban paso a la más absoluta indiferencia…

Nuestro protagonista, movido por el miedo a la pérdida y siguiendo los dictados de su oscuro pero en ocasiones latente corazón, decidió dar el paso definitivo. Solucionar una situación que le devolvía, cual eterno retorno, a la desgracia que le consumiera en su juventud.


Continúa en el IV capítulo...

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