La Vie en Merde (Capítulo IV)

Eran las 7:45 horas del día en que decidió llevar a cabo sus propósitos. Dar un giro de tuerca más a su vida. Intentar achicar el agua que estaba forzando el naufragio de sus únicas posesiones.


Se levantó adormilado cuando el minutero recorrió cinco minutos más, y se aseó escuetamente. Hizo especial énfasis en peinarse al estilo cortinilla para disimular, con mal criterio, su incipiente alopecia. Mientras tomaba algo para desayunar y escuchaba el transistor, oteó el amanecer desde la ventana de la cocina; parecía que el día amenazaba tormenta, así que apuró el bol de café con leche y salió rápido a la calle.

Tal cual puso un pie en la acera, un relámpago desgarró el alba, y un trueno vomitó una cortina de agua que comenzó a calarle mientras se dirigía, a tientas y sin cobertura de ningún tipo, a su destino final. La joyera accionó el mecanismo de apertura y corrió al auxilio de nuestro amigo, calado ya hasta los huesos. Ante sus toscos modales, la señora decidió dejar de preocuparse por su estado y pensó que sería mejor dejar que lo secase la mujer que le trajo al mundo.

Tras unas pocas gestiones, y un fuerte desembolso, el joven salió de la joyería pertrechado con un anillo de aceptable estética. Era media mañana pero el cielo estaba oscuro y la gente, temerosa del temporal, se refugiaba en bares o en sus oficinas y hogares.

Cumplió debidamente su jornada laboral, y apenas comió pues esa misma tarde pronunciaría la pregunta más importante de su vida. Los nervios convertían en horas los minutos y nada excepto una visita inesperada a última hora de la tarde le sacó de sus pensamientos…

Un hombre de aspecto gris y funcionarial se le presentó educadamente, y sin dilación le entregó un sobre y un impreso y permaneció inmóvil y serio frente a él. El rostro blanquecino de nuestro protagonista pareció palidecer todavía más, llegando incluso a desfigurarse; le estaban despidiendo en ese preciso momento. El funcionario, parco en palabras, se limitó a comunicarle que la Administración necesitaba recortar gastos en materia de personal, y que habían empezado por los estratos más bajos y por ende prescindibles de la pirámide estatal. Añadió, con cierta impaciencia, que empezaba a hacerse tarde y que si sería tan amable de firmar y aceptar el finiquito. Vaya, una buena noticia, al menos había recuperado parte del dinero gastado en el anillo de compromiso que minutos más tarde iba a regalar a su chica. Firmó, hurtó un par de bolígrafos cuando el funcionario desapareció, y partió hacia su casa.

El frío y la lluvia contribuían a hacer más desolador que nunca el panorama. Nuestro amigo estaba profundamente apenado, decepcionado…Quiero decir, más que de costumbre. La fatídica anécdota le había hecho perder unos minutos, por lo que decidió apelar a lo único que le procuraba cierta emoción y, por qué no decirlo, alegría. Estaba a punto de pedir algo importante a una persona importante, de encauzar su vida de forma oficial. El matrimonio como solución de sus problemas.

Giró una esquina y decidió atajar por un callejón algo vetusto y oscuro. Pisó algunos charcos y, de pronto, vio cómo un corpulento transeúnte chocaba deliberadamente contra él. De poco sirvieron sus disculpas, pues en cuestión de segundos recibió un fuerte golpe en el costado y un derechazo en la cara. Fue levantado, zarandeado, y registrado. Más tarde, a modo de propina por la nula resistencia mostrada, le fue propinado un nuevo golpe, esta vez en la boca del estómago…

Y allí quedó, empapado, tendido en el suelo, sin respiración, sin anillo ni finiquito, el nimio joven. Víctima de un atraco, en la más absoluta de las miserias. Nada tenía sentido, necesitaba llegar a casa aunque fuera arrastrándose, y abrazar siquiera levemente a la única persona que daba a su vida algo de sentido.


Continúa en el V y último capítulo...

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