La Vie en Merde (Capítulo V)

Cuando llegó a casa con aspecto de pordiosero y aterido de frio, era noche cerrada. No llovía, pero la bruma pareció fundirse con el asfalto y el joven se estremeció. Era como si anduviera un camino maldito, un purgatorio terrenal. Introdujo la llave en la cerradura, giró una vez….Otra… Entró. Caminó los cinco pasos más tristes de su vida...


...y la vio. Su cara rebosaba placer y hasta le pareció desencajada, sus pechos saltaban arriba y abajo con una intensidad que jamás había visto, los gritos y gemidos se apoderaban de una atmósfera de tenue luz y olor a sexo, el pelo brillaba y se movía lado a lado y desde el espaldero del sofá se adivinaba la silueta de la cabeza de un amante que lamía y mordía el cuerpo de su novia. Sin pronunciar palabra se quedó de pie, inerte, durante los tres minutos que duró el amor entre los dos inquilinos. La cara de la chica, al descubrirle, no mostró atisbo alguno de sorpresa o de remordimiento, sino de lástima. Con una sola mirada le pidió que se marchase de su piso y de su vida, que nada les ataba ya, que era demasiado deprimente como para ser amado… Su acompañante, sentado bajo ella y sin percatarse de nada, se dedicó a recrearse con los flujos que segregaban sus cuerpos.

Todo había terminado.

El fin de un amor, el fin de un trabajo, el fin de un amargo día, el fin de una vida.

Caminó tambaleándose por la calzada, la bruma cada vez era más densa y trepaba por sus piernas como intentando succionar su maltrecha alma. Llegó al puente más oscuro de su ciudad sin río y se encaramó como pudo a una de sus barandillas. No sentía la caricia de la brisa, que esa noche también había decidido abandonarle. No sentía frio, pues la cólera le hacía hervir la sangre. En realidad, no sentía absolutamente nada; su alma estaba desolada, como un campo de concentración despoblado, como una ciudad bombardeada, como una cabeza de ganado abandonada y pútrida en medio de un desierto… No pensaba, no escuchaba, no miraba… No era nada ni nadie.

A su lado, con paso renqueante, un mendigo y su carro descubrieron la intención del joven. “Hijo, Dios aprieta pero no ahoga…”, sentenció el viejo con voz ronca. Nuestro amigo le miró y esbozó una sonrisa forzada. Se giró de nuevo, y se dejó caer. Murió en el acto, en un charco de sangre, agua y lágrimas.

Al día siguiente, nadie acudió al entierro.


FIN

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