Filosofía para primerizos (I)

Aceptación
(con Plinio "el Viejo")

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La Vie en Merde (Capítulo I)

"Sonrisas y lágrimas".

Aprovechándome negligentemente del título de la famosa película de Robert Wise, esto es lo que debes esperar de la siguiente obra, o como mejor lo entiendo, alegato a la realidad: lágrimas por la crueldad que refleja, sonrisas por los kilógramos de “maquillaje” que su autor le da a base de “absurdeces” (generalmente, de carácter eyaculatorio, como podrán comprobar los valientes que prosigan con la lectura), para como es comúnmente dicho, “quitarle hierro al asunto”.

Debo aclarar que mi primera intención era la de incluir imágenes en tono de humor, como viene siendo tónica habitual en este, mi blog. Nuestro blog. Pero las últimas cinco líneas del último capítulo me han hecho decidir que sea usted, el nunca asiduo ni firmante lector, el que cree su propio cuadro a partir de lo experimentado.

Para mí, es una fotografía. Una fotografía que me resulta muy familiar. ¿Y para ti?.

Dada la longitud del texto, he decidido dividirlo en cinco capítulos, para que puedan saborearlos cuándo y cómo lo deseen, pero no se asusten: el primero de ellos es el más extenso (hoy en día la lectura no se destila como buena costumbre).

Aquí les dejo con la que seguramente será la obra de mayor calidad y sobriedad que pasará entre la maraña de gilipolleces que conforma “PepaBorraxa”. Sin más preámbulos ni dilación, espero que no se sientan especialmente identificados con “La Vie en Merde”:


Y sacando el aparatoso “zippo” prendió la mecha cilíndrica, alquitranada y aromática que previamente, con aires de falsa seguridad en sí mismo y altanería, sacóse del arrugado paquete que albergaba el bolsillo interior de una blazier arrugada, desfasada y con alguna que otra mancha. El vivo reflejo, en este caso textil, de su alma.

Era primavera y el clima se había divorciado del helor que semanas antes le había amado de forma diligente, especialmente en las grises mañanas y en los encapotados crepúsculos. Y la decisión parecía firme a juzgar por los brazos, los hombros, los escotes e incluso las pantorrillas que rodeaban a ese misterioso joven que, resistiéndose a asumir la realidad, parecía regocijarse en los sudores que le provocaba su invernal atuendo.

Quizá por ello estaba, como casi siempre, solo en la terraza. El sol le impactaba de lleno en su vampírica faz. Le molestaba, pero era incapaz de apelar al sentido práctico que hubiera llevado a cualquier ser social a colocarse las horrendas - pero a su gusto inmejorables- gafas de sol que colgaban del bolsillo delantero de su camisa. Angosta y abrupta en su apariencia, sin corte definido. Como su portador, de nuevo.

A su alrededor se sucedían cotidianas escenas, que le eran tan familiares como indiferentes. Las caricias de dos enamorados, la tranquilidad del anciano frente a su carajillo y su periódico, las risas de unas gacelas de su misma edad que de vez en cuando le miraban de soslayo, para volver a estallar en carcajadas… Nada le importaba.

Estaba demasiado ocupado pensando que su vida era una basura. Y quizá su pesimismo, esa enfermedad del espíritu como sabiamente apuntara algún escritor al que adjudicaron la ocurrente ocurrencia por el mero hecho de ser quien es (o fue), era a la vez su dicha y su desgracia. Porque parecía disfrutar, cual gorrino en el lodo, con cada infortunio que se adhería a la montaña de malaventuranzas que teñían su vida de color gris ocre.

Por supuesto, el encorvado joven tenía amigos. Amigos que le tendían la mano movidos por un altruismo que ni ellos mismos comprenderían jamás. Los mismos que se descojonaban, juntos, de los problemas que les contara separadamente. Unas amistades que se sustentan en el frágil pilar de la compasión; en la carcomida columna del remordimiento o la generosidad “cristiana”. Quién sabe. Lo cierto es que, como todo lo que vaga por su vida, una vida que intenta hacerle comprender y aprender de cuando en cuando, la amistad parecía importarle un carajo. Ellos y sus opiniones. Todo lo que confrontaba con su simplista y abnegada existencia le parecía nocivo, indigno de consideración. Cervantinamente, se lo pasaba por el forro. Y seguía adelante con algo que ni siquiera era susceptible de denominarse vida, sino un ciclo que se repetía una, y otra, y otra vez… Que le llevaba directamente al espejo que, como cada mañana, parecía hacerle partícipe de su propia miseria.

Habían transcurrido poco más de noventa minutos desde aquél cigarrillo. El sol brillaba con fuerza a media altura en el horizonte de asfalto, y lo propio hacía su frente sudada, manantial que regaba su cara y formaba un transpirante paisaje. En el momento en que se dispuso a levantar el brazo para pedir la minuta, su teléfono móvil empezó a sonar.

Lo estruendoso de su “sonitono”, que emulaba una canción de grupos alternativos y marginales que sólo alguien con esta última característica podría conocer, le obligó a buscarlo con premura y desatino; al bajar bruscamente el brazo con el que intentaba infructuosamente que algún camarero le prestara la más mínima atención golpeó a uno de ellos, justo en ese punto de una bandeja atestada de tazas llenas y vacías, de vasos con hielos y restos de saliva y carmín, y bocadillos a medio comer, en el que el más liviano impacto puede provocar el desastre.

Así pues, él solo propició la precipitación de toda la vajilla mencionada. Un bodegón de vasos rotos, cristales que saltaron cortando incluso a una bella señorita que cometió el error de sentarse en la mesa contigua a la de semejante patán, bocadillos que se partieron en dos, destapando el tarro de las esencias de la fritanga y el atún escabechado, cafés maridando con las viandas…

Pero lejos de pedir disculpas, nuestro ególatra personaje se escudó en su celular, pues una llamada después de tres meses sin recibir nada más que mensajes publicitarios de su operador era sin duda la gran noticia del día y, posiblemente, del segmento más reciente de su vida.

Mientras servicio y clientela maldecían sobre él, el desastre que había causado y su olor corporal, comenzó una estandarizada conversación en la que un reconocido despacho de abogados le proponía concertar una entrevista para, quizás, ofrecerle un trabajo. Se encontraba abrumado ante tamaña propuesta. Ante él se abría una puerta de salida del averno que moraba, que le ennegrecía el alma. Quizás un trabajo, algo en lo que ocupar su tiempo, que intercambiase compañeros de trabajo activos y responsables por sus habituales amigos cantamañanas, era la solución ideal a sus problemas y su patética existencia.

Decidió dar el “sí, quiero” tras una escasa meditación del asunto, y tras recibir el sonido del cuelgue de un teléfono como única respuesta a su “muchas gracias por tenerme en cuenta, es un honor”, guardó su móvil ahora humedecido por el sudor de sus mejillas y patillas, y dejó unas monedas para pagar su consumición, por supuesto sin un céntimo de propina. Era lo mínimo para cualquier persona que hubiera alterado de esa forma la buena marcha de una cafetería céntrica, pero no para él.

Comenzó su andadura rebosante de orgullo y de ilusión, y quizá por ello no reparó en el impacto del escupitajo con el que uno de los camareros, que se encontraba de rodillas recogiendo y limpiando todavía su estropicio, le obsequió, y que impactó en la parte posterior de su rodilla izquierda. El anciano del carajillo, observador analítico y mordaz, asintió ante la escena, rió y seguidamente comenzó a toser con violencia, tras lo cual pidió una infusión de manzanilla para paliar los achaques de esa denigrante etapa que es la vejez.

Había que trazar un plan. Prepararse. La oportunidad de salir del oscuro pozo, la cuerda por la que trepar hacia una vida luminosa y hasta feliz era lo único que era capaz de visualizar. Decidió que era hora de desempolvar el traje de su padre –pues era demasiado rácano como para comprar uno propio-, antaño a la moda, hoy día desfasado como una canción de Juanito Valderrama. De corte tosco, color gris impersonal, y planchado amoral.

Al enfundárselo, la caída del mismo destacaba más aun si cabe sus carencias físicas: las hombreras rebosaban por sus costados, pues su espalda era estrecha y sus hombros soportaban el peso de sus desgracias; su delgadez, incompresible dado lo irregular y dantesco de la dieta que “seguía”, provocaba un efecto de desnutrición que distaba mucho de lo que, a unos pocos cientos de metros de su habitación, se esperaba de él. En su futuro despacho.

La cita era a las cuatro postmeridiano, y después de comer y asearse, se dirigió paseando hacia la entrevista más importante de su vida. Una entrevista con su futuro y consigo mismo. A decir verdad, pese a lo indescriptible de su aspecto, el joven lucía aseado. Se había rasurado bigote y barba, el pelo resplandecía engominado, y la colonia barata y la loción aftershave ocultaban no sin dificultades el olor corporal, pues de entre todo esto olvidó aplicarse un buen desodorante.

Entró, previo suspiro y refriegue de manos, atravesando un portón y siguiendo el gesto con el que el portero, que apenas levantó la vista de la prensa que ojeaba con aire distraído, le indicaba la localización del sofisticado ascensor. La puerta hacia el cielo, pensó.

Minutos más tarde se vio a sí mismo en una aseada y bien decorada sala de espera, contemplando los dudosamente naturales atributos de una joven secretaria que le atendió amablemente, no sin dejar entrever una mueca de decepción. Quizá esperaba que el aspirante al puesto de abogado fuera un atractivo pipiolo que la sacara de su miserable trabajo y la llevara de vacaciones sempiternas a las Bahamas. Nada más lejos de la realidad.

Sufrió, entre los nervios y las carencias sexuales, una erección que se hizo más patente de lo normal, pues el traje era holgado y su sexo tomó forma enseguida.

En ese preciso momento la muchacha entró y le indicó con una sensual sonrisa, ensayada durante horas y semanas en el espejo de su indecente apartamento de barrio, que uno de los socios le recibiría sin dilación; y al preguntarle si deseaba que le guardase la chaqueta y éste acceder, sintió las suaves manos de la secretaria recorrer sus huesudos hombros. Y ese mero contacto le hizo encogerse unos segundos.

Había eyaculado.

Empezamos bien, se dijo con cara de apuro y tez blanquecina. Atravesó el umbral con rapidez, la mancha todavía no había cuajado. Y se sentó en un cómodo sillón, estratégicamente más bajo que la silla desproporcionada que encontró detrás de una elegante mesa de cerezo, y que le daba la espalda.


Continúa en el II capítulo...

La Vie en Merde (Capítulo II)

Balbució el desgarbado joven un “buenas tardes”, la silla comenzó a girar sobre sí misma lenta y misteriosamente, un hombre maduro, con traje impecable y sin duda hecho a medida, piel morena, cuerpo en forma y rostro adusto, le atravesó con una mirada fría y analizante. Se notaba en sus ojos la veteranía y la experiencia en el trato con personas de todo tipo...


...defraudadores, delincuentes de toda índole, y personas víctimas de la injusticia o de sus propias miserias. Se percibía un halo a su alrededor, de fortaleza no sólo física sino espiritual. Un alma a medio camino entre la proximidad y la negrura. Un abogado de los de toda la vida, de la vieja escuela; de los que no sonríen ni felacionan al prójimo a no ser que sea el último de sus recursos.

El joven sintióse intimidado ante semejante carisma. Se inició entonces una conversación acerca de los méritos académicos de éste, de sus sueños de futuro y las expectativas que tenía depositadas en su vida laboral, y otros extremos tan aburridos como inútiles de enumerar. Mientras tanto, en su entrepierna se apelmazó una oscura mancha que le produjo incomodidad, pero aun ante la adversidad cumplió como cualquier otro candidato y ello, unido a su desvalida figura, despertó en el rocoso abogado una compasión parecida a la que despertaba en sus amigos.

Gracias al cielo, la entrevista terminó con la rúbrica de ambos interlocutores sobre un contrato de pruebas. El objetivo estaba cumplido. Un apretón de manos, un “empiezas mañana a las 9”, una mirada que lo dijo todo acerca de la indumentaria del chico, y un papel firmado que, además de para certificar la relación de esclavitud que estaba a punto de dar comienzo, sirvió para ocultar disimuladamente la mancha pecaminosa que lucían sus pantalones.

A partir de aquella tarde, su vida anodina se vería devorada por una feroz rutina. La rutina de la rutina. Pasó meses con sus días y sus noches trabajando, elaborando informes que otros firmaban y gracias a los cuales se colgaban las medallas, mientras él percibía una propinilla por su labor. Como la que negaba a los camareros que cada día, en el mismo sitio y con idéntica mala cara, le servían su cortado. Llamaba con su propio teléfono a los clientes, gastaba su dinero en gasoil para realizar visitas con su propio vehículo, y aun tenía que soportar el ver cómo sus compañeros y sus jefes compartían copiosas comidas de empresa que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, a cuenta del despacho, de su trabajo, de su sueldo. Y él en su cubil, trabajando. Esclavizado.

Al terminar su período de pruebas, le ofrecieron ser trasladado al departamento de documentación y archivos, pero con un puesto fijo y un sueldo si cabe inferior. Las experiencias vividas le habían dotado del suficiente sentido común y crítico como para rechazar semejante inmundicia, por lo que decidió prescindir de su trabajo.

Es curioso comprobar cómo las personas somos capaces de soportar pesos y responsabilidades con la absurda fe en un cambio a mejor, con la creencia de que sudar la camiseta – algo que el joven hacía con asiduidad, trabajase o no – servirá para progresar, para conseguir el anhelado ascenso.

Inocente él y todos aquéllos que piensen que los de arriba compartirán su gran pastel con los que vengan por detrás; el egoísmo es connatural al jefe, del mismo modo que el miedo – disfrazado de respeto – al empleado. De ahí que se produzcan tantas injusticias y la confirmación de esa acertada máxima según la cual aquél que no tenga padrino nunca llegará a bautizarse. Nuestro amigo no tenía padrinos y pronto comprendió que jamás llegaría a cumplir su sueño de bolsillos abultados y mansiones en Campolivar en esa galera disfrazada de corporación elitista y “cool”.

Fuera de su endémico y recién abandonado entorno, volvió durante unas semanas a perder minutos, horas y días. Deambulaba solitario siendo su único amigo el reflejo de su sombra, y eso sólo cuando el día se desperezaba soleado.

Ocurrió una tarde cálida mecida por suaves brisas de levante, que invitaba a caminar sin rumbo. Amante de tan estéril costumbre, anduvo por los bulevares de esa ciudad que día a día parecía ignorarle con mayor notoriedad. De pronto, el aroma de un perfume que le era familiar, una voz igualmente recordada, un sonido de bolsas de plástico y acto seguido, una naranja que rodando se detuvo en su pie. El chico se giró ante el evidente estropicio, en un acto de atención inusual. Quizás estuviese escrito que tenía que ser así, pues sus ojos contemplaron a la bella secretaria de su anterior amo agachada, maldiciendo y recogiendo botes, frutas y demás artículos de supermercado que yacían a su alrededor tras rompérsele la bolsa en la que los transportaba.

Hablaba aparatosamente por su celular cuando, al extender su mano para recoger una manzana, en una alegórica situación bíblica, su “Adán” tomó dicha fruta y la depositó junto al montón. Con gestos le indicó que no se preocupase, y la joven sonrió complacida mientras se despedía por teléfono.


Continúa en el III capítulo...

La Vie en Merde (Capítulo III)

Nuestro desgraciado protagonista, ante la cercanía del supermercado del que había salido segundos antes su antigua compañera, apareció de nuevo con algunas bolsas de plástico e introdujo en ellas, con esmero, todo lo que había amontonado. La joven, que ya había terminado de hablar por teléfono, le ayudó y dio las gracias por el detalle.


Como puede apreciarse, el chico parecía hacer cosas por los demás únicamente si podía sacar algo a cambio. Tal era su usurera naturaleza. De este modo, si en el trabajo aguantó estoicamente la injusticia a la que fue sometido a cambio de dinero, en este caso esperaba una compensación de índole obvia.

La muchacha se confesó contenta por volverle a ver, y tras la invitación del joven a acompañarla cargando sus bolsas, se inició un paseo marcado por las cortas respuestas de éste a las típicas preguntas de aquélla, que por lo demás destilaba hipocresía cuando fingía estar interesada en tan trágica e insulsa vida. Al llegar a su casa, se despidieron amistosamente después de intercambiar teléfonos y direcciones de correo electrónico.

El día agonizaba en un dulce ocaso que se convirtió en noche cerrada mientras el encorvado joven llegaba a casa luciendo una sutil sonrisa… La primera en mucho tiempo.

Ocurrió que, a los pocos días de conversaciones vía internet y algún que otro mensaje, la indiferencia inicial de la joven hacia nuestro amigo derivó en una creciente complicidad. Abordando temas como la explotación que habían sufrido o estaban sufriendo, la trama de alguna serie de moda, o la deprimente vida de nuestro protagonista, la confianza entre éste y la chica fue desarrollándose. Parecía que, como ya sucediera con su jefe, ésta se viera atraída por una suerte de compasión, de empatía hacia tan trágico personaje. Cada desgracia, anhelo o sueño quebrado que le era narrado potenciaba ese sentido de “madres” que tiene la mayoría de mujeres. Le gustaba ser el hombro en el que el chico se desahogase, y la pócima consistente en la dación de lástima y las fotos alarmantemente trucadas de aquél – que no tenía reparos en exhibir, consciente por un lado del engaño al que sometía a las personas y, por otro, de sus propias limitaciones como macho humano – surtió el efecto deseado.

La primera cita con una mujer era inminente; tras una eyaculación que nunca pudo explicar y mucho menos confesar a su amada, aceptó la invitación de la joven.

Repetirían el agradable paseo y quizá cenasen algo ligero por ahí. Era la primera vez que una chica le citaba para otra cosa que no fuera pedirle apuntes, o soportar sus insoportables vivencias…

Fue el primero de bastantes más encuentros. Las sonrisas, que cada vez se dibujaban más en el feo rostro de nuestro amigo, dieron paso a alguna caricia inocente, a un arrumaco amistoso; luego, se cogieron de la mano; unas citas más tarde, las miradas, los silencios incómodos, la indecisión. Onanismos con una única protagonista. El primer beso, el segundo y el centésimo… Las noches juntos y los amaneceres que las sucedían… El mismo techo. Su vida, aliñada con el dulzor del amor, había cambiado de un color gris ocre a un color rojo grisáceo. Así viviría su primera - y única- relación.

Maldita y ponzoñosa, como casi todas las relaciones…

Tras algunos años dedicados a la preparación de una oposición, consiguió -no sin previas decepciones en forma de suspenso- una plaza como técnico en el Ayuntamiento de su ciudad. No era gran cosa, y sin duda por su inteligencia latente y su preparación académica merecía algo mejor que un ínfimo sueldo y una responsabilidad equiparable a la de un bedel de instituto. Pero en tiempos difíciles, y avergonzado por la lacra que supone ser el mantenido de tu pareja durante años, nuestro fiel amigo no dudó ni un segundo en aceptar el mencionado puesto.

En este período compartía piso de forma permanente con su chica, cada día más mujer, cada día más madura y exitosa. Había logrado una mejora salarial en el despacho que antaño le explotaba, y algunas atribuciones más que llenaban su agenda y engordaban su ego femenino. Esto hacía sentirse mal al lamentable joven, que lejos de progresar, veía como el inexorable paso del tiempo le obsequiaba con una fina calvicie que conquistaba con ahínco su coronilla y una curvatura vertebral, si cabe, más pronunciada que la que “lucía” en años más verdes.

Fruto de esta degradación existencial, la llama que existió entre la pareja que nos ocupa apenas rutilaba ya, la comunicación se nutría tan sólo de monosílabos y extraños rebuznos y bufidos que manifestaban aquiescencia o rechazo, y las sonrisas daban paso a la más absoluta indiferencia…

Nuestro protagonista, movido por el miedo a la pérdida y siguiendo los dictados de su oscuro pero en ocasiones latente corazón, decidió dar el paso definitivo. Solucionar una situación que le devolvía, cual eterno retorno, a la desgracia que le consumiera en su juventud.


Continúa en el IV capítulo...

La Vie en Merde (Capítulo IV)

Eran las 7:45 horas del día en que decidió llevar a cabo sus propósitos. Dar un giro de tuerca más a su vida. Intentar achicar el agua que estaba forzando el naufragio de sus únicas posesiones.


Se levantó adormilado cuando el minutero recorrió cinco minutos más, y se aseó escuetamente. Hizo especial énfasis en peinarse al estilo cortinilla para disimular, con mal criterio, su incipiente alopecia. Mientras tomaba algo para desayunar y escuchaba el transistor, oteó el amanecer desde la ventana de la cocina; parecía que el día amenazaba tormenta, así que apuró el bol de café con leche y salió rápido a la calle.

Tal cual puso un pie en la acera, un relámpago desgarró el alba, y un trueno vomitó una cortina de agua que comenzó a calarle mientras se dirigía, a tientas y sin cobertura de ningún tipo, a su destino final. La joyera accionó el mecanismo de apertura y corrió al auxilio de nuestro amigo, calado ya hasta los huesos. Ante sus toscos modales, la señora decidió dejar de preocuparse por su estado y pensó que sería mejor dejar que lo secase la mujer que le trajo al mundo.

Tras unas pocas gestiones, y un fuerte desembolso, el joven salió de la joyería pertrechado con un anillo de aceptable estética. Era media mañana pero el cielo estaba oscuro y la gente, temerosa del temporal, se refugiaba en bares o en sus oficinas y hogares.

Cumplió debidamente su jornada laboral, y apenas comió pues esa misma tarde pronunciaría la pregunta más importante de su vida. Los nervios convertían en horas los minutos y nada excepto una visita inesperada a última hora de la tarde le sacó de sus pensamientos…

Un hombre de aspecto gris y funcionarial se le presentó educadamente, y sin dilación le entregó un sobre y un impreso y permaneció inmóvil y serio frente a él. El rostro blanquecino de nuestro protagonista pareció palidecer todavía más, llegando incluso a desfigurarse; le estaban despidiendo en ese preciso momento. El funcionario, parco en palabras, se limitó a comunicarle que la Administración necesitaba recortar gastos en materia de personal, y que habían empezado por los estratos más bajos y por ende prescindibles de la pirámide estatal. Añadió, con cierta impaciencia, que empezaba a hacerse tarde y que si sería tan amable de firmar y aceptar el finiquito. Vaya, una buena noticia, al menos había recuperado parte del dinero gastado en el anillo de compromiso que minutos más tarde iba a regalar a su chica. Firmó, hurtó un par de bolígrafos cuando el funcionario desapareció, y partió hacia su casa.

El frío y la lluvia contribuían a hacer más desolador que nunca el panorama. Nuestro amigo estaba profundamente apenado, decepcionado…Quiero decir, más que de costumbre. La fatídica anécdota le había hecho perder unos minutos, por lo que decidió apelar a lo único que le procuraba cierta emoción y, por qué no decirlo, alegría. Estaba a punto de pedir algo importante a una persona importante, de encauzar su vida de forma oficial. El matrimonio como solución de sus problemas.

Giró una esquina y decidió atajar por un callejón algo vetusto y oscuro. Pisó algunos charcos y, de pronto, vio cómo un corpulento transeúnte chocaba deliberadamente contra él. De poco sirvieron sus disculpas, pues en cuestión de segundos recibió un fuerte golpe en el costado y un derechazo en la cara. Fue levantado, zarandeado, y registrado. Más tarde, a modo de propina por la nula resistencia mostrada, le fue propinado un nuevo golpe, esta vez en la boca del estómago…

Y allí quedó, empapado, tendido en el suelo, sin respiración, sin anillo ni finiquito, el nimio joven. Víctima de un atraco, en la más absoluta de las miserias. Nada tenía sentido, necesitaba llegar a casa aunque fuera arrastrándose, y abrazar siquiera levemente a la única persona que daba a su vida algo de sentido.


Continúa en el V y último capítulo...

La Vie en Merde (Capítulo V)

Cuando llegó a casa con aspecto de pordiosero y aterido de frio, era noche cerrada. No llovía, pero la bruma pareció fundirse con el asfalto y el joven se estremeció. Era como si anduviera un camino maldito, un purgatorio terrenal. Introdujo la llave en la cerradura, giró una vez….Otra… Entró. Caminó los cinco pasos más tristes de su vida...


...y la vio. Su cara rebosaba placer y hasta le pareció desencajada, sus pechos saltaban arriba y abajo con una intensidad que jamás había visto, los gritos y gemidos se apoderaban de una atmósfera de tenue luz y olor a sexo, el pelo brillaba y se movía lado a lado y desde el espaldero del sofá se adivinaba la silueta de la cabeza de un amante que lamía y mordía el cuerpo de su novia. Sin pronunciar palabra se quedó de pie, inerte, durante los tres minutos que duró el amor entre los dos inquilinos. La cara de la chica, al descubrirle, no mostró atisbo alguno de sorpresa o de remordimiento, sino de lástima. Con una sola mirada le pidió que se marchase de su piso y de su vida, que nada les ataba ya, que era demasiado deprimente como para ser amado… Su acompañante, sentado bajo ella y sin percatarse de nada, se dedicó a recrearse con los flujos que segregaban sus cuerpos.

Todo había terminado.

El fin de un amor, el fin de un trabajo, el fin de un amargo día, el fin de una vida.

Caminó tambaleándose por la calzada, la bruma cada vez era más densa y trepaba por sus piernas como intentando succionar su maltrecha alma. Llegó al puente más oscuro de su ciudad sin río y se encaramó como pudo a una de sus barandillas. No sentía la caricia de la brisa, que esa noche también había decidido abandonarle. No sentía frio, pues la cólera le hacía hervir la sangre. En realidad, no sentía absolutamente nada; su alma estaba desolada, como un campo de concentración despoblado, como una ciudad bombardeada, como una cabeza de ganado abandonada y pútrida en medio de un desierto… No pensaba, no escuchaba, no miraba… No era nada ni nadie.

A su lado, con paso renqueante, un mendigo y su carro descubrieron la intención del joven. “Hijo, Dios aprieta pero no ahoga…”, sentenció el viejo con voz ronca. Nuestro amigo le miró y esbozó una sonrisa forzada. Se giró de nuevo, y se dejó caer. Murió en el acto, en un charco de sangre, agua y lágrimas.

Al día siguiente, nadie acudió al entierro.


FIN

Ese prohibido prohibir, ¡qué daño hizo!

Escribo este texto mientras hago las maletas. Me voy lejos, muy lejos de España, a algún país neandertal donde sus responsables políticos sean más cuerdos que aquí. Cualquiera vale.

Siento vergüenza. Mucha vergüenza.

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Hoy, Viernes 25 de Septiembre de 2009, en la edición on-line del famoso periódico “El Mundo”, cualquier ciudadano de a pie podía deleitarse con la siguiente foto:


Rebosa caspa y seborrea.


Lo primero que uno piensa es que se trata de la obra magna de algún retorcido “freak”, de alguna clase de estrafalario fotomontaje, pero zambulléndome en otros diarios/periódicos, no he tardado en dar con la confirmación de la veracidad de la misma.

En la foto podemos observar a un elegante e impoluto matrimonio Obama vestido de “guante en blanco”, matrimonio que hasta unas horas antes de la foto no podía imaginarse la “atrocidad protocolaria” que iban a presenciar. Un mensaje para Obama (que sé de buena tinta que es lector asiduo de este, mi Blog): “Chapeau por ser capaz de mantener semejante sonrisa pantojeril. Sin duda, un ejemplo de fuerza de voluntad”.

Esa atrocidad tiene nombre y apellidos: Familia Rodríguez Zapatero, toda ella de un perfecto y elegante negro (mi color preferido, sea dicho). Todo perfecto si no fuese porque la vestimenta de las dos ingenuas “nenas de ZP”, en una más que evidente edad del pavo, propicia que vengan una serie de cuestiones a mi mente: “¿Qué se celebra?, ¿el entierro de la sardina? o ¿el del país entero?".


Parece la portada de un disco de Black Sabbath.


En una esperpéntica situación, como la que nos acontece, trivializar es lo mejor (lo único) que se puede hacer, porque la realidad es que frente a la España Cañí, torera, de las sevillanas, paellas, y “Olé” de siempre, ahora nos queda simplemente la fealdad.

Echando la vista atrás, por allá los 80 (preciosa década), irrumpía en nuestros televisores una serie que fue todo un hito: “The Munster”, o asimismo, "La Familia Addams" (de la década de los 60 estos últimos, si no me equivoco)... ¿Soy el único que ha padecido un “déjà vu”?.


Familia ZP, foto de archivo.


Pero el problema no radica en las dos impúberes, con las cuales estoy ENCANTADO de que vistan con esos aires góticos (incluso doy gracias de que no hayan optado por un estilo “Gothic Lolita”), pero Señor y Señora de Rodríguez Zapatero, una cosa es que sus hijas estén de botellón en los jardines de Moncloa o adorando en sus respectivas habitaciones a Manitu en taparabos, y otra bien distinta, con el Presidente del país más importante del Mundo.


Sí, esto es una Gothic Lolita.


Conozco pobladores de toda clase de tribu urbana, bien sean góticos, heavys, hippies, pijos, o “comunes”, y si algo tienen todos ellos en común, a la hora de vestir en ocasiones especiales, es un simple término: PROTOCOLO.

¿Cómo podemos esperar que un hombre que no es capaz de imponerles a sus hijas que retiren sus harapos pseudosatánico POR UN SOLO DÍA y UNA SOLA FOTO, sea capaz de levantarnos del drama económico en el que se halla España?.

¿Sería políticamente correcto ver al Rey (otro que vive mal) en una cumbre internacional con una camiseta de los Red Sox y unas deportivas Nike?.

En esta clase de viajes se acude a vender España, y en la empresas los comerciales tratan de dar una imagen para vender un producto, y lo siento, pero estas jóvenes no son buenas comerciales... Pero claro nombrarle eso a ZP & Family debe ser como nombrar la cuerda en casa del ahorcado.

Yo ahora lo tengo claro: la próxima vez que almuerce con el Rey, voy a ir a verle con trikini y el peine metido en el hilillo, los sobacos cantando "el himno de la alegría" y una camiseta playera llena de helado Cornetto de vainilla, porque "es mi estilo y hay que respetarlo".


Español de a pie escandalizado.


Como diría mi buena madre, profesora ella, ¿estas niñas no tendrían que estar en clase?, ¿o es que el Sr. Presidente no cree en las bondades de nuestro sistema educativo?.

¿La respuesta?: no lo sé, pero entre esto y luego leer que tal o cual profesor ha sido agredido por sus alumnos, mientras lo grababan con el móvil para subirlo al Youtube, no deja de ser una muestra clara del desmadre ideológico en el que está sumido este país. ¿Dónde está el límite?.


Ahora entiendo realmente para qué sirven las clases de educación para la ciudadanía.


Lo que no voy a hacer es meterme también en el tema de la censura, pues el bueno de nuestro Presidente ha censurado la “adorable” fotografía familiar... ¡esperen!, ¡me viene otro déjà vu!... el de la Dictadura, en la cual si cruzabas los Pirineos veías determinadas películas y aquí no.

Quizá simplemente ZP se lamente en sus adentros de la imagen que han dado.

Finalizando, tengo dos bonitas conclusiones para todos los lectores:

-Negativa: que del mismo modo que el caso de la hija de Belén Esteban es en realidad una lucha económica entre dos productoras televisivas, en este caso nadie se ha acordado, por un día, de que nos están subiendo los impuestos, y es que no sólo nos chupan la sangre, sino por la forma en que lo hacen y lo harán, es decir, sin orden ni concierto, pero a discreción.

-Positiva: tal vez de esta salga otro programa para la MTV.

Los alemanes hacen coches, los suizos relojes, los franceses dicen piropos, los irlandeses beben el mejor alcohol, los italianos se hartan de queso, los americanos hacen guerras, y los japoneses hacen todo lo anterior pero más pequeño... y nosotros nos reímos, de todo y de todos. Es lo que hay. Es lo que tenemos. Es lo que somos. Es lo que merecemos.

Bienvenidos a España, y el paro subiendo... eso sí, las botas militares de la hija, monísimas.