Sin un nombre

Eran las 20 horas de la tarde de un insípido Viernes, y soplaba ligeramente una fresca brisa que me traía vagos recuerdos de un aparentemente perenne invierno que nunca parecía marchitar, cerrando así una semana más larga que la anterior, como de costumbre. Salía de una clase en la cual te enseñan las tretas que no se deben hacer como abogado, todo ello desde el punto de vista de un código deontológico que todo el mundo sabe que existe, pero nadie le ha visto la cara, como la famosa leyenda urbana por excelencia en la España de finales de los 90 de la niña de la mermelada y Ricky Martin en el armario, y que cualquier persona sin escrúpulos, como el presente, sabe que tarde o temprano utilizará, como todo abogado que se pueda considerar “primera espada”.


De este turbio ambiente, dotado de un aire de extraño compañerismo, me marchaba del lugar acompañado de una de esas pocas nuevas personas que en muchos de los últimos años he conocido y que pueden considerarse como “anormal” en el sentido más literal de la palabra, dada la amabilidad y desinterés de su actuar. Ejemplar.

Esta vez, este buen hombre cambiaba su trayecto. Se dirigía a un lugar tan familiar como extrañamente desconocido para mí: la conocida “Finca Roja”. Resultaba ser el Secretario de una especie de Asociación Cultural ya con ciertas raíces y que desconocía a pesar de haber residido toda mi vida por la zona, y que se hallaba sita en el interior de dicho recinto.

Entre bromas me ofreció, con su habitual amabilidad, que le acompañara, oferta difícil de rechazar dada la tentación que supone el que te anuncien, sin previo aviso para agarrarse a apoyo alguno, que dentro se celebraba una tradición, la llamada “PP”: “Pizzas y Putas”, prometedor a la par de inspirador, y que como todo buen lector habrá deducido, nada relacionado con política alguna.

Irse comido y follado. ¿Qué más pedir?.

Una vez allí, y a la vista de ninguna señal evidente de prostitución alguna, introduje mi mano en el bolsillo de lado izquierdo del pecho de mi nada desdeñable traje, extrayendo un Lucky, mientras lo acompañaba de un “un tercio, por favor” dirigido a un camarero con un inconfundible acento del Líbano, a la espera de que, quizá, esas mujeres de fácil y tan sincero amor como cualquier otro, estuviesen terminando de acicalarse con sus mejores “Victoria’s Secret”.

Los saludos corteses habituales, acompañados de “encantado de conocerte” a tutiplén, se iban sucediendo cuasi a la misma velocidad en la cual mis pulmones iban viendo, por si mismos, como se ennegrecía el ambiente, hasta que en un dado momento, y mientras no mostraba señal alguna de misericordia hacia la que estaba siendo mi manjar de la noche, decidí ofrecerle un sitio a mi lado a un hombre, el cual con anterioridad había saludado a mi buen amigo.

Se trataba de un hombre mayor, pelo canoso, con un bigote a la par blanco, de piel arrugada, y de una mirada sobria y severa que mostraba evidentes señales de cómo la tristeza, quizá la soledad, iba engulliéndola, no siendo nada discreta la presencia que desprendía y que le acompañaba tan de cerca como su sombra, sin necesitar de un traje “Emidio” para ello.

Colocó a mi lado el plato en el cual estaba degustando la “délicatesse” que supone siempre el clásico pedazo triangularmente perfecto de tortilla de patata, a imagen y semejanza de esas entrañables tartas de las cafeterías americanas de la década de los 70.

Nos presentamos, y mi buen amigo no tardó en indicarme que este caballero era profesor de Inglés y de Filosofía, introduciéndome en la conversación mediante la ya demasiado recurrida anécdota de mi visita al “Territorio Garzón” en la Audiencia Nacional, cosa no sorprendente, pues no más tengo que pueda aportar.

A raíz de ello se desató una implacable vendaval en forma de narración por parte de este nuevo conocido, sobre lo que fue su juventud como profesor, por ejemplo en la base militar de Rota, instruyendo a las tropas americanas en el castellano, o sus clases de inglés instruyendo a los jóvenes posgraduados españoles, deduciendo de sus conversaciones visitas a Estados Unidos e Inglaterra.

Eso sí, yo seguía teniendo mi magnífica anécdota de la Audiencia Nacional.

Sea como fuere, suponía un esfuerzo seguirlo en la conversación, y no precisamente por su falta de habilidad mental propio en la avanzada edad, sino todo lo contrario, pues mostraba una capacidad de oratoria y dialéctica que se escapaban de los cánones de lo habitual. Narraba con una seguridad propia de quien te contaba lo acaecido hace 50 minutos, en vez de 50 años.

Así pues, con una mirada de sana curiosidad, y una leve sonrisa de unos dientes demasiado blancos para un fumador veterano que se asomaban debajo de su bigote, este mayor desconocido no dudo en inquirirme en que le narrara lo ocurrido, que le contara mis quehaceres.

Los 45 minutos de su historia se vieron correspondidos con 5 minutos de la mía, lo cual suponía una más que evidentemente lamentable réplica, y aún así parecía agradecido. Estaba realmente agradecido.

Antes de que se levantara y se apartara a su anterior rincón para contemplar desde la distancia una partida de “Truc”, mientras daba rienda suelta a su cigarrillo cuya marca no alcanzaba a discernir, me sentenció con un: “En mis casi 80 años, no ha habido un día ni una persona de la cual no haya aprendido algo ni he dejado de disfrutar de ello, y por eso, cuando me hablan del suicidio, es algo que no concibo”.

En ese momento terminaba de dar la última calada a mi siempre fiel compañero Lucky, siendo un pequeño quemazón en mi mano derecha la cual me salvó de ser engullido por esa calma que prosigue a la tormenta.

Se despidió -“Adiós Pablo, ha sido un placer conocerte”- A lo cual sólo pude responder con un -“Igualmente”-.

No recordaba su nombre.

Pero sí su historia.