"Ni Peter ni Perry" (I)

“Hola, ¿qué tal?, ¿bien?, ¿sí?, adiós”.

Así podría haberse abreviado la conversación que mantuve con una de las últimas personas que esperaba echarme a la cara esa mañana, de camino a mi brega de cada día. Tan fácil como eso. Ahorrarnos hacer el gilipollas tú, hacer el gilipollas yo, hacer el gilipollas los dos.

Mis costumbres.

Si te sorprende que los años hagan cambiar a las personas, más sorprende aun todavía cuando no cambian nada. Nada en absoluto. Dos años más tarde, la misma cara de eterna chica joven, de eterna niña de facultad aun habiendo pasado la veintena de inviernos, con ese tono de voz de exagerado énfasis en ciertas palabras cuando dice algo (supuestamente) sorprendente, a la vez que se acompaña con ese extraño gesto de la mano derecha sobre su pecho, gesto sacado de alguna estúpida película sobre alguna estúpida rubia. Ese mismo gesto de maruja precoz.

Clavadita a su madre.

Creo que fue mi cortesía la primera en decir, con un continuo de pequeñas señas y frases inocuas, que por lo que a mi respectaba me importaban una mierda ella y sus comentarios. Ya lo hacía (disimuladamente) cuando yo tenía derecho de pernada sobre su cuerpo de yogurín, y ella sobre mi bolsillo. Prestación-contraprestación. Amor de poliéster y con etiqueta de Stradivarius, Blanco, y análogos.

Qué más da, se marchaba, no sin antes examinarla no fugazmente desde atrás. Seguía con su buen gusto al vestir fruto de ser una víctima de la moda, con una blusa de cuello halter y una minifalda vaquera de “soy un poco guarra, pero sólo un poco, lo juro”, vamos, lo que una madre llamaría una prenda coqueta y los viejos una “prenda curiosa”, pero que cuando uno ha estado donde ahora está esa falda, te hace rememorar ciertos momentos de gloria desde esa posición trasera y traicionera al “házmelo con cuidado”. No es que su culo fuese gran cosa, pero sabía cómo vestirlo. Ahí reside el secreto, siempre: saber camuflar la verdad.

Y mi lívido era la prueba de ello.

Supongo que se marchaba en busca de un hombre al cual primero calentar, luego culpar, y terminar escuchándole suplicar perdón sin saber muy bien el por qué. Mujer de silencios a golpe de talonario.

Una vez más, clavadita a su madre.

Es Lunes, 8.30 horas de la mañana. Veo la yerma calle saqueada a la izquierda por divorciadas de “busco-pensión-alimenticia”, a la derecha por Wenceslaos y sus chamaquitos, y al centro por Jennys ibéricas e impúberes papahuevos en las puertas de Centros de Formación Profesional creyéndose dentro de su ignota ignorancia que tienen un futuro más allá del “busco-pensión-alimenticia” o del criar chamaquitos de importación.

Bella plétora. Hermosa plétora. Tanto que me invita (y nunca digo "no" a una invitación) a volverme a casa.

Son las 8.35 horas. Ya he trabajado suficiente por hoy. Sin duda mañana pediré (exigiré) un aumento de sueldo acorde al estrés que sufro, a diario, por los 20 minutos de itinerario selvático-urbano entre mi catre y mi oficina sin cerbatana en mano.

Nos vemos entre petas y leños.

Se despide Peter, vuestro ambicionado amigo perroflauta.

No hay comentarios: