Así empezó todo

Basado en hechos reales. Se han modificado y/u ocultado información que pudiese llevar a la identificación de las personas intervinientes o del lugar donde se produjeron los hechos.




“Timbre no funciona. Hay una verja antes de la puerta, cerrada con llave. Persianas a medio bajar. Golpeo una ventana pero nadie abre. Vecina de la puerta de al lado confirma que viven, pero no se relacionan con nadie y están todo el día con la puerta cerrada, dentro” – 4 de Enero de 2012.

“Timbre no funciona. Verja cerrada con llave. Persianas a medio bajar. Llamo por la ventana y se oyen voces dentro, pero no abren. Veo que abren contraventana de la puerta de entrada y vuelven a cerrar. Le hago saber que queda la documentación de este procedimiento que le leo en voz alta, a su disposición en este Juzgado, a la vista de su actitud, conforme a lo establecido en el art. 161.2 Lec” – 8 de Enero de 2012.

Nueve meses más tarde.



Caballero, podemos empezar – espetó el Letrado usurpador al funcionario del Juzgado – acabemos cuanto antes con el bicho.
         
Lo que no sabía era lo que iba a empezar.

El Letrado, de nombre Enrique, era una imagen solemne, estirado como un pino, y envuelto en su armadura de fino algodón y franela negra y su medallón puntiagudo de seda negra que tenía colgado al cuello, todo ello de un tal Armani, y en pura armonía con su brillante casco de la mejor gomina en un pelo hacia atrás que pedía a gritos “¡págame!”.
         
Pues espero que haya traído la fumigadora. Observe – respondió el funcionario, esbozando una falsa decorosa sonrisa propia de quien no se quiere reír de una broma no libre de culpa, mientras señalaba a un adormilado tumulto de personas, formado en su mayoría de extranjeros y ancianos, constituido a las puertas de la verja principal de entrada al chalet. En ese mismo momento, cual alumno que acaba de ser reprimido por la profesora al estar durmiendo y babeando sobre los deberes, despertaron de su sopor y comenzaron a alzar unas pancartas de papel barato dignas de aquella I.U. de Gaspar Llamazares en el Congreso de los Diputados, que así rezaban: “STOP DESAHUCIOS”.

“¡Ladrones, cabrones, devolved los millones!”.
“¡Tiene bemoles, lo que le hacéis a la Loles!”.
O un más elaborado “¡Animales, salvajes… hijos de putas!”

Dejando a un lado quién demonios era “Loles”, aunque Enrique imaginaba que sería lo que él llamaba un “bicho” más (un ocupante de una vivienda adjudicada judicialmente por la entidad financiera a la que representaba), esas eran alguna de las frases que endilgaba el grupo en cuanto el Letrado y el funcionario se aproximaron, acompañados del cerrajero, a fin de desmantelar una cerradura que era el único puente entre el usurpador y su objetivo.
         
Joder, discúlpeme, pero a buenas horas acuerdan la práctica de la posesión a las siete de la tarde de un diez de Enero. Entre los manifestantes y que ya es noche cerrada, echar a un ocupante se vuelve, cuanto menos, en todo un incordio. Hay fútbol, ¿lo sabía? – recriminó el Letrado – ¿Diez de Enero a las siete de la tarde o Diez de Enero a las doce de la mañana de Enero de 2014?, ¿qué prefiere?, porque la agenda de desahucios está a rebosar, sepa usted – respondió el funcionario – ¡De acuerdo!, ¡vale!, pero seamos rápidos y vaya redactando ya aquello de que “los bienes hallados en su interior se consideran bienes abandonados” – rebufó el Letrado con cara de resignación – Venga, señor cerrajero, reviente esa cerradura de una vez.
         
Como la eclosión de la cáscara de una pipa entre dos dientes. Así de simple es el sonido de la apertura de la única cerradura que impide el paso a un nuevo propietario, extraño para una vivienda que jamás será habitada por él.
         
Cierre la verja hasta que terminemos, por favor, no se vaya a colar alguno de estos personajes en la vivienda y nos vaya a complicar la vida – solicitaron cuasi al unísono el Letrado y el funcionario al cerrajero, dejando en ese momento en la calle a un grupo de manifestantes que volvía a adormilarse a las puertas del recinto, como si aquello ya no fuera con ellos.
         
En ese momento eran el Letrado, el funcionario, el cerrajero y la vivienda. A solas. Misión cumplida.
         
La finca en cuestión se hallaba en una urbanización en el monte, y consistía en una única casa minúscula en el centro de un enorme jardín descuidado, donde los matojos y las ratas habían crecido a la par, todo ello cercado por un alto muro de unos tres metros y cerrado con la verja que acababan de sobrepasar.

Veamos, conforme a la diligencia de requerimiento de pago practicada hace nueve meses por nuestra Procuradora, existen indicios de que aquí, por entonces, habitaba alguien. Probemos suerte – dijo el Letrado a la vez que pulsaba un mudo timbre – habrán desconectado el timbre, estos cabrones se las saben todas. A ver qué sucede con el “método chino” – y justo en el momento en que iba a regalarle a la puerta un sonoro “toc, toc” con el puño, se oyó a lo lejos un sonido, no se sabe si ruido, si grito, o si nada, que paralizó por un segundo al Letrado ante la puerta de lo que era la propia casa.

¿Qué coño ha sido eso? – dicho con un ligero toque de temblor en la voz del funcionario, disimulando perfectamente que, sencilla y plásticamente, se había cagado – Yo que sé, algún animal del monte, o algún manifestante que se habrá despeñado por algún barranco. ¿Nos importa? – contestó el Letrado a la vez que, ahora sí, aporreaba la puerta – ¡Por favor, abran la puerta, venimos del Juzgado! – silencio. Dos golpes más a la puerta - ¿Por favor?, no querríamos recurrir al cerrajero. Si alguien vive, ábranos… sólo será un momento – guiñó el ojo al funcionario con una sonrisa de genuino cabrón de primerísima calidad…
          
Nada, ni un sonido – Permítame un momento – el Letrado se acercó a la ventana que había justo al lado, con tres cuartos de la persiana bajada, tal y como describió en su momento la Procuradora nueve meses atrás, y trató de mirar en su interior. Acercó lentamente su cara al cristal. Ya estaba tan cerca que incluso se formaba vaho en el cristal. Pegó la nariz. Y observó en silencio… Así pasaron diez segundos, momento en el cual dijo – No veo absolutamente una mierda, demasiado oscuro. Proceda a abrir esa puerta.
          
Otra cáscara de pipa abierta. Otra factura a favor del cerrajero. La vivienda ya tenía sus puertas abiertas de par en par contra su voluntad y se prestaba lista para ser violada - ¿Hace usted los honores? – dijo el funcionario – Conforme – contestó el Letrado.
          
Posó su mano, nutrida todas las noches con crema hidratante de mujer, sobre la puerta, que se presentaba fría, dura al tacto, pesada y vieja, testigo de muchas discusiones familiares y víctima de sus correspondientes portazos, pero que, curiosamente, con un suave empujón se abrió lentamente en un absoluto silencio tan espeso como la oscuridad que vislumbraba dentro.

Click, click – esa fue toda la respuesta que iban a obtener del interruptor de la luz – Ni luz, ni nada. Menuda mierda... Por no haber no habrá ni agua, menudos guarros… Para lo que hay que ver, puede marcharse – indicó al cerrajero, el cual recogió sus bártulos y se marchó, previa entrega de la correspondiente factura. En ese momento, y frente a la cara de asombro del funcionario, el Letrado extrajo una minúscula cámara de fotos de su cartera – Ahora nos obligan desde la empresa a que traigamos una cámara y tomemos unas fotos del lugar, a efectos de testimoniar el estado del inmueble, para la inmobiliaria… Sí, sé lo que piensa y yo también lo pienso: cinco años de carrera y dos Másters para esto.
         
En ese momento procedieron a entrar, dando cortos pasos para evitar tropezar con cualquier despojo del suelo. Nada más entrar el Letrado hizo una foto, pudiendo observar en la pantalla de la propia cámara digital, pues con la simple mirada todo era oscuridad, que nada más entrar te encontrabas en un angosto pasillo, con un suelo que ya hablaba por sí solo de la antigüedad de la vivienda, el clásico suelo blanco con motas desiguales negras y marrones que el Letrado solía llamar “suelo de pobre”. A la izquierda había una puerta doble cerrada; a la derecha y un poco más adelante, una puerta abierta; al fondo del pasillo, una puerta cerrada. Eso era toda la casa, un minúsculo zulo donde meter a un viejo y dejarle pasar, sin molestar, sus últimos días, más seguro y elegante que recurrir a una gasolinera, o al menos eso es todo lo que le dijo su propia cabeza al Letrado.

Empecemos por la izquierda – comandó el Letrado. El cual se había aproximado a la puerta doble palpando el viejo gotelé de la pared hasta haber hallado el manillar de la puerta, seguido por el funcionario. Empujó con cuidado el manillar hacia abajo y la puerta cedió a su paso, suavemente, en un suspiro postcoito de lo más sensual para lo que estaba siendo, en comparación, el resto de la visita.
          
Como era imposible observar nada, desenfundó su cámara, apuntó a lo que creía el centro de la sala y “flash”, el rápido halo luminoso de la cámara le hizo ver algo que le pareció extraño, acudiendo raudo y veloz a la pantalla de la cámara para ver qué era. Nada, absolutamente nada salvo la confirmación de sus sospechas: era una casa de un anciano o anciana, y así lo atestiguaban los tapetes bordados y situados sobre los reposabrazos del sillón del que debió ser el patriarca de la casa, la pequeña mesita redonda de cristal de palmo y medio de grosor que presidía el centro del pequeño salón y la TV de tubo marca Sanyo y modelo “vete-a-cagar” que lo más reciente que habría reproducido era a Naranjito y el Un-Dos-Tres.
          
Caminó arrastrando los pies, hasta el sillón, se giró y se dispuso a tomar una nueva foto, pues quería la perspectiva de ambos extremos del habitáculo. Desenfundó su arma digital y disparó…

”Flash”, pantalla de la cámara iluminada…

Y su curiosidad se despertó ante una aparición y una ausencia: había aparecido en el otro lado del cuarto un cuadro, cuya imagen no alcanzaba a ver más allá de una larga figura negra alta y que había llamado poderosamente su atención debido a su tamaño, pues ocupaba toda la pared… algo espeluznantemente desproporcionado; y la ausencia de que en la foto no salía el funcionario - ¿Dónde coño se habrá metido?, estará merodeando por la casa. Sigamos – salió arrastrando los pies por el suelo, despacio, hasta alcanzar palpando el pasillo. Se giró a la izquierda y se dispuso a avanzar a oscuras hasta la siguiente puerta, la que estaba a la derecha y abierta –¿Dónde está el tipo? – se giró y vio que la puerta de entrada estaba cerrada, y a la vista del silencio a su pregunta dedujo que su Sancho Panza por un día se habría salido fuera… comprensible en cierto modo.

Avanzó palpando la pared, y alcanzó así el marco de la puerta. En ese momento se dispuso a sacar una foto. “Flash”, un horno en frente; “Flash”, una nevera a la izquierda, junto a la puerta, con imanes que indicaban que eran del año 1984; “Flash”, un mocho tirado en el suelo, encima de un charco de auténtica mierda, en la esquina de delante e izquierda; “Flash”, una vieja lavadora a la derecha, junto a una pequeña despensa con una puerta abierta y en la cual se podían observar restos de comida invadidos por innumerables bichos que estaban dándose un festín, lo cual, absurdamente, le hizo venir a la cabeza el siempre presente recuerdo de las “comidas de empresa” que, al menos una vez al mes, se agenciaba con uno de sus superiores, que empezaban a las tres de la tarde y acababan a la ocho de la tarde-noche, previa ingesta de vinos de Utiel-Requena, Rioja y de “vete-a-saber-donde” que lo dejaban de lo más calentito…
          
Justo en ese momento, un pequeño halo frío que le tocó la nuca le borró la sonrisa de imbécil que se le había dibujado en su pulcro rostro. Se giró rápidamente, y sacó una foto. Nada, sólo la imagen de la puerta y la pared del pasillo con un pequeño crucifijo colgado, decoración estándar de todo viejo/a, por lo que se dispuso a avanzar a oscuras hacia la última puerta, la que estaba al final del pasillo y se veía cerrada, por lo que avanzó palpando el gotelé, una vez más, y arrastrando los pies en lo que parecía la imagen de un viejo monje ciego de clausura, hasta que, tras haber avanzado lo que le pareció una eternidad, no se encontró lo que su mano estaba preparado para tocar: no estaba tocando la superficie de la puerta, ni su pomo, tan sólo el marco de una puerta abierta… Joder, ¿alguien había abierto esa puerta?, ¿el funcionario?, si era él ¿por qué no había respondido a su llamada?, ¿es que no le pagaban lo suficiente como para contestar y se había puesto de huelga?, ¿o ya había entrado en la habitación y, tras ello, había abandonado la vivienda para irse a almorzar (sí, a las ocho de la tarde) o a comprar al Mercadona en horas de trabajo?... demasiados interrogantes. Desenfundó la cámara y “flash”…


…Joder.

…¿Pero qué coño….?...

Cámara cayendo al suelo.

Arrastrar de pies que no eran suyos.

Golpes de un objeto metálico contra todo lo que encontraba.

Y el letrado dijo, en un tembloroso suspiro, la última gilipollez que se le ocurrió decir:


“…¿Niña Medeiros?...”.



FIN.



*La entidad financiera ha remitido numerosos burofaxes a los anteriores dueños ofreciendo la venta de la vivienda a un precio mínimo. Nadie ha respondido.

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